viernes, 27 de julio de 2012

Agustín

Agustin

Siete tíos reunidos entorno a unos filetes y unas cuantas cervezas. Uno dijo que era Los Angeles. "En L.A. vi a las mejores tías de mi vida". Otros respondieron que Nueva York, Lisboa, París o Estocolmo. Debieron decirse también Moscú o Londres en el barullo. ["L.A." rugía otro echándose encima de quien por azar cayó a su lado, exhibiendo aquel defecto irritante – tan bien descrito en este episodio de Seinfeld – de quienes no pueden comunicarse con (la nariz) el prójimo a más de 5 centímetros de distancia]. Parecía una de esos piques entre colegas, en que cada uno asegura que el coche de su padre es más potente que el de los otros, o que su hermano es más valiente que el de los demás. Porque al final, en cada una de aquellas opiniones había una expectativa “don juanina”, deseosa de explicar una historia sobre cualquier conquista rusa, francesa o americana con desenlace en su propia cama. Y yo, medio convencido y medio con miedo:
-Madrid, tal vez Madrid.

Madrid tiene, la verdad sea dicha, algunas de las mujeres más bonitas que jamás he visto. Nos damos cuenta de eso recorriendo el Barrio Salamanca, al final de estas tardes calurosas, cuando la temperatura baja y se consigue caminar por la calles sin sudores o manchas y nos sentamos en una terraza. Y estaba en Serrano conversando, cuando pasaron media docena de esas mujeres cuyo recuerdo me había hecho pensar en Madrid como la ciudad ideal para la discusión juvenil entre filetes y cerveza. Y tal vez, por el efecto de una banalización de la belleza femenina, comencé a no hacerle  caso. Como si ya contase con ella. Cómo si, al contactar con ella de forma tan rutinaria ya sintiese además de, simple propiedad de la ciudad, mi pertenencia también. Y he aquí que, al doblar la esquina de Ortega y Gasset, vemos a Agustín. Y comenté en voz baja “parece  Hemingway". Y, si la memoria no me falla, se lo dije también a él que, como ya es habitual en estos momentos, estaba lejos de tomarme en serio (como tampoco me tomó en serio la chica que sale en la portada de este libro, cuando le declaré excitado, mi pasión por su fotografía).

Pero ese fue el efecto. Un efecto fuerte. Un efecto sobre quien se queda con la impresión de que "este tío no puede estar simultáneamente tan bien vestido y relajado". Tan fuerte que nos eclipsó. Nos eclipsó aquella vivencia ya tan asumida, que ganaba forma de derecho adquirido, de cruzarnos con algunas de las mujeres mas más bonitas de esta vida. Ellas mismas me servían de pretexto para alejarme del close talker  y decirle:

Y si hay un tema que mi compañero de paseo, y yo, nos tomamos muy en serio son las mujeres bonitas. Pero en aquel preciso momento, a través de Agustin, parecía que la ciudad de mujeres bonitas nos quería decir que valía mucho más que eso. Que valía más que cualquier atributo que justificase ser mencionada en cualquier conversación juvenil entre filetes y cervezas

miércoles, 25 de julio de 2012

Serena de nombre, serena de perfil

Serena


y con serenidad... me acordé de esto también


[esta publicación también se puede ver por aquí]

miércoles, 11 de julio de 2012

Silvia

Silvia

Si te encantó este look puedes ver más fotos de este día aquí. Si te encantó Silvia puedes ver más fotos de ella por aquí

martes, 10 de julio de 2012

viernes, 6 de julio de 2012

lunes, 2 de julio de 2012

El orgullo

Orgullo (1)
Orgullo (2)
Orgullo (3)
Orgullo (4)

(este texto fue vivido y escrito hace dos años cuando estuve en Madrid coincidiendo con el Día del Orgullo Gay, lo publiqué entonces en la versión portuguesa del blog)

“Nunca vi tantos maricones en mi vida”. Así comenzó mi paso por el desfile gay. Fue en el taxi que cogí en el aeropuerto donde me enteré del evento. Por el taxista, un madrileño de 25 años, que antes de dedicarse a hacer carreras trabajó 5 años en la construcción. Basándome en mi sentido común lleno de presunciones sociológicas, diría que difícilmente un portugués con la misma trayectoria hablaría de aquel evento de una manera tan natural. Sin una pizca de crítica o burla. Hablamos del desfile, de la misma forma en que recorrimos los caminos de nuestras selecciones en Sudáfrica(podría ser ahora sobre Ucrania o Polonia) o que intercambiamos cifras sobre la tasa de desempleo de cada uno de nuestros países (otro tema que sigue muy de moda). Fui a Madrid a visitar a un amigo y curiosamente fue él, (que no es precisamente es el más gay friendly de mis amigos) quien sugirió que nos pasáramos por el desfile. Y fue ya una vez en el medio de la fiesta que repetí con sincera sorpresa “joder, nunca vi tantos maricones en mi vida”. “Maricón” es un término feo. Primero por como suena, y luego por el significado. Tanto es así que la empleo más veces para hablar de los tipos que no me merecen respeto (o simplemente como broma), que propiamente de tipos que quedan con otros tipos. Pero no es de palabras o glosarios personales de lo que me apetece hablar. Incluso no planeo entonar ningún mea culpa por no emplear las palabras más precisas o diplomáticamente correctas. Se trata de la diferencia y sobre cómo lavemos. Parece reinar una obsesión de identificar todo aquello que está fuera de lo que tenemos por norma. Y de aplicar una censura social entorno a ella. Más que una ley o una prohibición, la censura sobre lo que quiera que no esté alineado con una determinada conciencia colectiva puede ser la forma más cruel de juzgar a alguien. Mientras pasábamos los numerosos autobuses que componían el desfile, reparaba en la cantidad de hombres musculosos, de rasgos viriles y apariencia masculina que iban quizás revolucionando cuanto baste mi visión predefinida, limitada y un tanto arcaica de aquella que es o deja de serla imagen de un gay. No os voy a decir que me sea completamente indiferente tener al lado a un cachas mirándome de arriba abajo como si fuera su juguete sexual favorito para esa noche, pero la verdad es que no estoy en condiciones de asegurar que, nunca en la vida, echara yo una mirada idéntica a una chica bien guapa y, entre una actitud y otra, no veo por qué rayos la del gorila madrileño debería ser mas más censurable que la mía.

No nací sabiendo lidiar con la diferencia. Debía tener unos 12 o 13 años cuando una mañana pase por la Secretaría de mi escuela. En la fila estaba el único chico de la escuela que nunca se molestó en negar que simpatizaba con chicos guapos. Lo recuerdo tanbien... Pasé y comenté en alto “as bichas na bicha”(el gay en la fila). Y lo hice con la sensación de que estaba proclamando el juego de palabras más sofisticado de la faz de la tierra. Se encendió la mecha de burlas y risas al rededor del niño que ya parecía lidiar con colegas estúpidos como yo como si de un hecho inevitable se tratara. No hace mucho tiempo me crucé con él de nuevo, y finalmente fui a hablar con él y le dije "lo siento... se que en la época de la escuela fui un poco estúpido contigo". Me extendió la mano, sonrió y, en verdad os digo, sentí que finalmente me había portado como un hombre.

La censura social puede ser, muchas veces, más castradora que cualquier ley. Estoy seguro de que el número de carreras que se jactan de hacer en la autopista entre Lisboa y Oporto (¿o Madrid y Barcelona?) al doble de lo permitido por la ley, disminuirá brutalmente, no el día en que las penas se agraven, sino el día que sientan que el indicador de su velocímetro no merece la aprobación de quienes les rodean. Y parte del problema de la intolerancia sexual radica precisamente en el hecho de que, en muchos medios considerados como sofisticados, se cultiva una cierta homofobia. Radica en el aparente orgullo que parece existir entre quien es rechazan cualquier diferencia relativa a su propia condición. Me da la sensación que la homofobia es para muchos hombres, una forma de afirmación de su propia virilidad, como si el rechazo de una orientación sexual diferente ala suya les asegurase, al mismo tiempo, niveles olímpicos de testosterona y el reconocimiento de su masculinidad por sus iguales.

Para un niño el sentimiento de marginalidad es probablemente el escenario más aterrador que se le puede diseñar. En un entorno homofóbico, cualquier adolescente que sienta atracción física por alguien con quien comparte el vestuario se arriesga a sentirse aislado en un mundo que no parecerá diseñado a su medida. Arriesgarse a sentir que, él mismo, no tiene ningún lugar en el concepto de condición humana que le trasmitieron y que él mismo asimiló. Así es cómo imagino a una chica que se da cuenta de que su ser la impulsa hacia una referencia corporal femenina al revés de las idealizaciones masculinas que el mundo en que ella suscribe le imprimen. Y este derecho, el de proyectar los impulsos sexuales que nos impulsan sobre el género, que bien entendemos debería ser un derecho inalienable, tal como... (repito, tal como) el derecho a la declaración pública de nuestros afectos. Y sinceramente, dispenso grandes erudiciones o reflexiones académicas sobre la materia. La respuesta se encuentra en el mundo físico, tangible y accesible a todos. Porque mi orientación sexual se expresa a través de una cosa muy sencilla – mi polla. Porque ni el conductista más elocuente conseguiría convencerme de que mi sexualidad no siempre acaba siendo controlada por ella. Porque ella nunca me dio a escoger sobre los criterios que determinan su erección. Porque ella nunca me preguntó si yo quería o no sentirme Cachondo por las mujeres. No escogí que me gustaran las pieles sedosas, brazos delicados o contornos femeninos. No escogí, en mi infancia, tener amores platónicos con mis primas más mayores, sentirme atraído por las amigas más nuevas allí en casa, o ya en la adolescencia, tener sueños húmedos con la hija de unos amigos de amigos con quien me crucé en una fiesta. No escogí ser muy o poco normal a los ojos de los demás. No escogí que me gustaran las mujeres. Como tampoco podré escoger para mi hijo. No os voy a mentir. Mi tipo ideal de descendencia no pasa por tener un hijo gay. Me gusta pensar que mi hijo saldrá con la mitad de las chicas de Lisboa y tendrá a la otra mitad la suspirando por él. Que será respetado entre su grupo de iguales, que preferirá recibir unas bofetadas a girar su espalda a un capullo que lo insulte; que será inteligente, guapo, dotado de sentido del humor y, entonces, que no será el capullo que, invariablemente, pase todo el partido en la portería. Tengo derecho a trazar los ideales tipo que bien entienda para mi hijo. Lo que no me permitiría sería quererlo menos si él no fuese nada de lo que yo tuviera ideado. Si fuese el niño a quien recurrentemente roban la merienda en el recreo, a quien ordenan que pase el partido entero en la portería o aquel que venga un día y le gusten los chicos.

El desfile es un fenómeno impresionante. Y estaba realmente impresionado con la cantidad de (supuestos) "maricones" que vi aquel día. Vi decenas de autobuses en la Calle de Alfonso XII que renunciamos a recorrer por el medio. Pedí autorización para subir a aquel cuya imagen más me había gustado y tiré media docena de fotos indiscriminadamente. Y fue en este autobús donde nació este post. Y estoy contento de haberlo escrito. Porque si lo hice fue porque aquello tenía sentido en este blog, es escribir sobre lo que cada uno de mis retratos me dice, sobre lo que cada uno de estos retratos me recuerda y sobre cada uno de los sitios donde estos retratos me trasporta. Porque, en verdad, el orgullo que da el nombre a este post no es necesariamente el orgullo gay. También es el orgullo que tengo al haber escrito este post. Porque si dejo a mis amigos homofóbicos comiéndose la cabeza es señal de que ya valió bien la pena haberlo escrito. Porque si no hubiese tenido el coraje de haberlo escrito, entonces sí... Independientemente de mis apetitos y voracidades sexuales... Si cualquier miedo me hubiese impedido escribir este post... Ahí sí, ahí sería un grandísimo marin