Entre
el absurdo número de preguntas que me suelen hacer, una de las más frecuentes
es, seguramente, que busco en las personas. Y ahí les digo que no, que no busco,
en un tono que mis interlocutores asumen es una maniobra retórica para
tergiversar el contenido de mi respuesta a través de la forma en que la doy. (y
ahí les digo que) Hay personas de las cuales me doy cuenta. Personas que captan
de mi una primera y una segunda mirada. Personas que, en otros tiempos, tal vez
me parasen, me detuviesen allí dos (o tres) segundos dejando – sin avisar, en un
acto sin delicadeza – a quien quiera que fuera a mi lado hablando solo, sobre cualquier
tema del cual entretanto yo ya me había olvidado. Me ocurre más de lo que me
gustaría. Más de lo que yo me permitiría. Como si, por unos instantes, mi
cerebro tuviese voluntad propia, independiente de la mía. Una voluntad empírica
más allá de cualquier delicadeza o del más elemental recelo social. Estoy ahí sentado
delante de alguien y de repente, mi cerebro como que obstruye mis oídos y yo – durante
un número de segundos que no puedo cuantificar nunca- me cago en lo que esa
persona me dice. Podría decir que ignoraba o no escuchaba. Pero mi descortesía
es demasiado grande para esos verbos tan ligeros. Y eso fue lo que pasó. Me
cagué en el mundo cuando vi a Assunção. Miré una vez, miré dos. No debí llegar
a decirles nada a Isabel y a Paulo. Porque en estos momentos me olvido del
mundo entero. Y todo esto es ya sabemos, es porque soy ignorante y técnicamente
incapaz de verbalizar, en un vocabulario mínimamente aceptable, lo que quiera
que sentí delante de Assunção que llevaba vestido. Después de todo, sugerir que
todo en ella me encanta, no os aporta nada nuevo. Menos mal... no pareció que
Isabel y Paulo se enfadaran