viernes, 25 de octubre de 2013
jueves, 24 de octubre de 2013
El viejo y el lago
Quien me conoce sabe bien que no me limité sólo a tomar esta fotografía. Sabe que me subí a la roca. Que enganché a alguien para que me fotografiase en su lugar. Que me fotografiase a mi y a Ilija juntos, en una charla amena, tentando a la suerte como los peces que por allí había, centrados en la parte albanesa del lago. En realidad no creo que Ilija sea viejo. Incluso porque la vejez, al menos hasta cierta edad
- cual instinto de supervivencia – va
siempre dos generaciones por delante, lo suficientemente lejos para que nos
podamos sentir descansados sin mayores preocupaciones. Porque no somos viejos
ni nuevos, somos apenas el centro de nuestro mundo, y es con él como referencia , que lo que quiera que viva o ocurra
en este planeta es alto, bajo, gordo, flaco, feliz, triste, inteligente o
tonto, clarividente, obtuso, estúpidamente interesante o anormalmente aburrido.
E Ilija, aunque técnica y científicamente posible, difícilmente sería mi
abuelo. Y, pudiendo ser él mi padre, difícilmente me referiría a él como viejo.
Porque los viejos, por definición, están más cerca de la muerte y nadie, tenga
20 o 60 años de edad, se siente cómodo pensando en la muerte de sus padres. De
hecho tengo una foto yo solo en esa roca. Y unas cuantas con Ilija. Por suerte
tenía a Amanda cerca, una de las cuatro australianas con quien pasé cuatro días
y cuatro noches porque nos conocimos en una gasolinera donde su taxi y mi autobús
cruzaron itinerarios. Y Amanda es una fotógrafa de %#&#ª§£. De hecho, una fotógrafa de moda de %#&#ª§£. El tipo de persona que nos garantiza una
docena de bellas imágenes para la posteridad. Y realmente, las fotografías, son
el mejor recuerdo de las vivencias. Y lo que guardo de este lago son cuatro
australianas, con quienes después de intercambiar e-mails en un apeadero de
Macedonia, quedé más tarde para cenar y de quienes me enamoré. Parece un poco
extraño pero fue eso lo que pasó. Me enamoré de aquellas chicas. Y con ellas
permanecí como si, en aquellos cuatro días, hubiese allí una especie de
hermandad, y una de ellas, a veces, me contaba algo sobre otra, la misma que
unas horas después me decía cualquier cosa sobre la “una de ellas” del
principio de la frase. Y así, empezaba a sentir que también formaba parte de
ese grupo. Que yo también estaría en la inauguración de la nueva casa de Karolina en Melbourne.
Y creo que de todas las semanas que pase de viaje este verano, las semanas que
pase con estas chicas fueron las más bonitas que viví. La sensación de
encontrar a alguien que a la vez conocemos tan poco y aparentemente nos gusta
tanto, es tal vez por su fugacidad, una de las más bonitas que jamás he
sentido. Y hubo un momento bonito. Particularmente bonito. El de la despedida.
Momento que no fotografié. Ni Amanda. Aunque, para ser sincero, me gustaría
tener esta imagen grabada. No es que mi figura en bañador, con la camiseta
colgando en la cintura, sombrero de paja y sandalias de plástico mereciese
aparecer aquí. O la de las cuatro, sentadas en el desayuno, insistiendo en que
me uniera a ellas en Grecia. Me gustaría tener ese momento guardado porque se
que estaba feliz. Porque dejaba un momento bonito, pero sospechaba que me
metía en otro. En este caso en un coche con cuatro holandeses con quienes me
monté hasta Belgrado y que me ahorraron muchas horas de tren y autobús. Cuatro
holandeses que estaban boquiabiertos por los detalles que mi memoria había
retenido de la Eurocopa del 88 (la única competición internacional de
selecciones que Holanda ganó en fútbol). Cuatro holandeses que tenían un
concurso debidamente elaborado con 256 participantes, desde cantantes y
actrices conocidas de medio mundo, alguna que otra artista porno, unas cuantas
celebridades holandesas e incluso la novia de uno de ellos. El concurso que
elegiría allí ese día y en ese coche, “la tía mas buena del mundo”. Me dijo
Laurens: "José, no te lo tomes mal pero no puedes participar en esta
elección porque no conoces a las holandesas, no sería justo" "Claro
que no" respondí, conteniendo la risa para no burlarme del tono serio con
que mi nuevo amigo me comunicaba tan solemne decisión. Mi opinión fue registrada como el 5º
y último factor de desempate, pero no conseguí generar suficiente lobby para evitar que Monica
Belluci fuese eliminada en los cuartos de final. Viví todo esto hace más de un
mes. Por algún motivo pensé que todavía no había llegado el día de escribir el
texto sin el cual sabía que jamás publicaría esta fotografía. Por algún motivo
fue necesario que me metiera en un tren en Oporto de vuelta a Lisboa y tener a
siete señoras deliciosas (seguramente mayores que Ilija pero soy incapaz de
llamarlas "viejas") metiéndose conmigo, para que, cuando una de ellas
se refirió a mí como "señor" pensar:
- %£&#-$@, ¿esta vieja me llama “señor”?
(al final si soy capaz...)
Como si estuviera ofendido, en la
irracionalidad mas pura, por una supuesta anciana, en calidad de señora
educada, me hizo sentir menos nuevo. Y luego, por la rudeza de mi pensamiento, me
acordé de Ilija. Porque el nombre de este post estaba ya pensado desde
el momento que lo fotografié. Recordé a Ilija, Amanda, Aneta, Karolina, Tash,
Bas, Chiel, Kosse y Laurens. Y a muchos otros también. Y pensé. Esta señora
amorosa a quien acabo de llamar vieja me recordó otra grosería que quiero
cometer. Llamar viejo a Ilija. Ese señor simpático que conocí con las chicas de
las que me enamoré en una cena junto al lago. Ilija, el señor que estaba en Kaneo, el punto más hermoso del lago Ohrid, en aquella roca frente a la casa donde nació su esposa. Su esposa, aquella señora que me había saludado desde la
ventana. La madre del niño que, hace dos días, me escribió pidiendo las fotos
que Amanda y yo habíamos hecho a su padre
lunes, 7 de octubre de 2013
Calanque de Sugiton
Cuando cogemos un tren en Santa Apolónia (estación ferroviaria en Lisboa) mochila a cuestas, gorra en la cabeza y las zapatillas (que nos parecen) más cómodas, no tenemos, por una media docena de buenas razones, la esperanza de poder alimentar una página de este genero. Y, de hecho, la única razón por la que me detuve en Marsella fue la hora, cuyo avance, no me permitía llegar a tiempo a una de esas localidades que personifican la imagen típica del sur de Francia. Marsella debía haber sido el eslabón más débil de un viaje cuyos objetivos fueron fijados dos meridianos más allá. Pero Marsella es (y no se me ocurre nada mejor que asegurar, a pies juntillas, que es genuinamente) hermosa. Podrán llamarle sucia, chunga o simplemente peligrosa (y, según parece, hay una buena dosis de estadísticas que sostienen, en orden creciente, cada una de estas afirmaciones). Pero es hermosa. Entiendo que coches con matricula francesa con ocupantes que a muchos otros franceses les costaría llamar compatriotas, acelerando por calles estrechas, en plena madrugada, a la misma velocidad con la que entro en una auto pista no es, entre otras cosas, la mejor tarjeta de visita para la actual Capital Europea de la Cultura. Pero hay algo allí que va más allá de todo esto. Y, por mucho que les cueste a muchos franceses admitirlo, parte de la receta surge precisamente de su aura magrebí. Y de su naturaleza mediterránea. Eso es como decir que las Calanques, esas formaciones de piedra caliza, profundas y escarpadas, parcialmente sumergidas por el mar, son de las cosas más hermosas que he visto en toda mi vida. Tanto me fascinaron que, cuando me fui en dirección a Belgrado, estaba seguro de regresaría allí a la vuelta. Pero esta claro. Algo más me mantuvo allí. Claire, Anne-Sophie, una canadiense cuyo nombre ahora no recuerdo, Andrew, Sophia, Natalie y Katie, a quien, a media tarde, ya todo el grupo había elogiado el traje de baño. Y si aún me impacta más esta foto que la de la pareja de regreso a su velero (y me encantó esa pareja), es curioso como para mí, esta bella imagen de Katie, es apenas una muestra de todos los otros momentos que tengo guardados (unos valientes megabytes y criterios visuales debajo de esta imagen), del día de calor en las Calanques y de la cena que le siguió. Porque, cuando me metí en un vagón en Santa Apolonia, eran estos momentos los que buscaba. Los que favorecían el trato familiar con aparentes desconocidos a quienes nos dirigíamos como viejos amigos que propiamente por méritos estéticos. Katie fue, por así decirlo, una especie de sorpresa. Una hermosa sorpresa
miércoles, 2 de octubre de 2013
Hydra
Los vi
desde lejos. ¿Si dudé? Claro que dudé (imaginen mi moviendo los
brazos y gritando). Pero grité. Bien alto. Como me oían pero
no conseguían entenderme acabaron por acercarse. Y les dije, sin grandes
explicaciones, que les quería hacer una fotografía. "Una gran
fotografía" les aseguré categóricamente. Me dio tiempo para pasarles la tarjeta
con mi email y hacer media docena de fotos. Perdón ... de grandes fotos
Suscribirse a:
Entradas (Atom)